1. Lo que todo numerio debe saber
Desde la ventana de su sobria oficina a miles de
pisos de altura, el Excelentísimo Maestro Isósceles de Mileto, un serio, viejo
y conservador triángulo, observa el furioso bullicio que tiene lugar en la
lejanía, allá abajo. Es un hervidero de actividad, un frenesí de seres que no
descansan nunca, de plataformas de trabajo y potentes rayos que iluminan cada
rincón de aquel vasto mundo creado exclusivamente para servir a sus dioses.
–Si
esto sigue así, será el caos –dice, con una mueca de preocupación.
Pero
él no se refiere a lo que pasa allá afuera. Él ya está acostumbrado a ese
infierno de actividad, que desde muchos siglos, ha funcionado como es debido. Es
lo que está sucediendo allá arriba, en el cielo de los Grandes Creadores, aquellos
que desde su sabio y lejano universo, iluminan y gobiernan Numeria con sus
rayos y órdenes, lo que le preocupa. Desde
hace unas décadas, él y unos pocos han notado que hay dioses que desaparecen
inexplicablemente, y una vez más, no tarda en comprobar que otro joven grupo de
lejanas estrellas se ha desvanecido de pronto, dejando una mancha oscura en su
lugar. Sólo alguien que observe con paciencia, ajeno al tráfago que se agita
sin parar allá abajo, puede notarlo, como aquel anciano triángulo, cuya pequeña
y austera oficina se encuentra en ese titánico edificio que desde la creación
de su mundo, día tras día, año tras año, no para de crecer y crecer.
Algunos
dirían que no es para tanto, porque así ha sido siempre en Numeria. Los Creadores
resplandecen en el cielo, desparraman sabiduría, crean numerios, los envían a
trabajar a ese mundo, y cumplidas sus labores divinas, mueren. Son dioses pero
no inmortales. Pero que miles de ellos se hayan desvanecido en poco tiempo sin
haber alcanzado a enviar a un solo numerio, preocupa no sólo al viejo maestro,
sino también a varios del Gran Consejo, al que Isósceles pertenece desde siglos.
Sin
embargo, a pesar de las misteriosas desapariciones, las actividades en Numeria
no han disminuido una coma. Todo lo contrario. Hay más numerios que nunca, y muchos
han llegado calladamente, ignorando a los trabajadores tradicionales para que
no interfieran en sus sigilosos quehaceres. Todo debe funcionar con la más
absoluta precisión, y todos, incluido el Consejo, están obligados a respetar la
férrea Ley de Discreción Absoluta. Nadie puede reclamar, ni investigar o
preguntar nada, y menos a los dioses, porque aunque un numerio puede verlos
allá arriba, jamás es escuchado por ellos; sólo recibe órdenes a través
de un rayo divino, y a trabajar.
Varias
reuniones secretas se han realizado para saber qué está sucediendo allá en los
cielos, hogar de los dioses. ¿Por qué, si los Creadores son poderosos y sabios,
no hacen algo para detener el extraño fenómeno? ¿Y por qué llegan numerios que
no quieren compartir su trabajo con otros?, se pregunta el Maestro Isósceles
una y otra vez. Él es huraño, impaciente, y sobre todo, un ferviente creyente
de la sabiduría divina, y no le gusta que le anden con dobleces.
Acostumbrado
por siglos a dar órdenes en nombre de los Altísimos, ahora el viejo Isósceles
sólo se limita a observar en silencio el diario frenesí desde la gran ventana
de su oficina. Con un último vistazo, mira una vez más al cielo, y luego, allá
abajo, a unas lejanas y gigantescas plataformas de trabajo que ostentan el
nombre “Gran Ciencia”, cuyos discretos ocupantes, esos que no
dicen una palabra de lo que hacen, llegaron también décadas atrás junto con sus
plataformas. Son numerios como todos, no desobedecen y son eficientes, pero nunca
comentan nada de lo que hacen, y si alguien tiene la suerte de encontrarlos
para preguntarles en qué andan, ellos sólo asienten, comprensivos, mencionando
alguna sencilla operación de rutina para despistar. ¿Tendrán ellos algo que ver
con las desapariciones de esos jóvenes dioses? Isósceles sabe que hay muchos
secretos que los altísimos no revelan, y esa atrevida pregunta ya ha empezado a
rondar en su puntiaguda cabeza, pues la coincidencia es alarmante.
Quizá
lo más desconcertante de todo es que el trabajo de esos numerios es tan
importante y misterioso, que ni siquiera ellos mismos saben de qué se trata
exactamente… porque si bien los numerios tienen la fortuna de saber para quién
trabajan, no tienen la menor idea de para qué lo hacen.
El
viejo triángulo se aleja de la ventana y va a su escritorio a preparar sus
documentos, una serie de delgadísimas y brillantes planillas llenas de datos. Dentro
de poco deberá asistir a una secreta reunión donde se tratarán temas de gran
importancia. Ha oído que Pitágoras IV, un prestigioso y antiguo trabajador, ha
violado todos los preceptos de decoro y obediencia, terminando deformado a raíz
de un experimento prohibido. También ha escuchado que se habría escabullido
sigilosamente en los silenciosos laboratorios de las plataformas de la Gran
Ciencia. Quién sabe qué le ocurrió a ese imprudente por espiar el trabajo ajeno.
Encima de todo, Octógonus, un nefasto personaje de cambiantes formas y llegado a Numeria por razones que al mismo
Isósceles le gustaría investigar personalmente, ha logrado ocupar un importante
puesto en el Consejo. El manipulador y ambicioso Octógonus parece saber cosas
que nadie puede comprender. Casi se podría decir que aquel infeliz no es
numerio. ¿Y si no lo es, entonces qué es, por el gran Creador Mileto? El Maestro
Isósceles necesita pruebas que le ayuden a entender este descomunal enredo, y
para su desesperación, algo le dice que ya nada será como antes en su mundo de
orden y sabiduría. ¿Qué dirían los dioses de enterarse de tanto desorden? Aunque
quizá sería mejor preguntarse, ¿Qué pasaría si los dioses desaparecieran por
completo del cielo? ¿Dejaría de existir Numeria?
En
eso, justo antes de salir su oficina, un potente zumbido encima de su
escritorio lo hace volver. Es su intercomunicador. Por poco lo olvida. Es la
segunda vez en toda su existencia que se olvida de algo. La primera fue cuando
dejó abierta la ventana de su oficina, y al volver, la encontró revuelta y
llena de esos bichos llamados Poligantes, unas torcidas e inútiles figuras
geométricas organizadas por Octógonus, listas para revisar y controlar todo. ¿A
quién puede interesarle lo que tenga en su oficina un viejo triángulo de más de
dos mil quinientos años de antigüedad? Malditos revisores. Ni siquiera con él
tienen respeto.
–No es necesario que llamen, no llegaré tarde. ¡Dejen
de molestar! –contesta, más irritado que apurado, y a punto de colgar.
–¿Maestro
Isósceles de Mileto? –se escucha a través de una fuerte estática.
–El mismo.
Ya dije que estoy por salir. ¿Pasa algo?
–Escuche,
no tenemos mucho tiempo.
–¿Quién
es? ¿Qué quiere?
–Queremos
saber si está dispuesto a aceptar la verdad.
–No
hay otra verdad que la Verdad Matemática, así que déjese de sandeces. ¿Quién es
usted y de dónde me llama? No veo su identificación en mi pantalla.
–No
pregunte y sólo escuche: El futuro de Numeria y de sus Creadores también
depende de usted.
–Esto
es una trampa. ¡Octógonus le ordenó llamarme!
–No.
Ese tonto sólo piensa en sí mismo y no tiene nada que ver con esta llamada. Y
ustedes son más tontos aún por haberlo admitido en el Consejo. Verdad
Matemática… ¡Já! Todavía se la creen. Pero no lo estoy contactando por eso,
Maestro. Sólo acepte, y recibirá el documento.
–¡Insolente!
¿Qué documento?
–Poder
Divino en toda su Gloria. ¿Desea verlo? Sólo diga que sí, y se lo enviaremos.
–¿De
qué me habla?
–Ya
es hora que todos sepan para qué trabajan y lo que los Creadores hacen con todo
lo que sale de Numeria. Hay cosas increíbles, y otras aún más sorprendentes.
Digamos… ¡ejém!... terroríficas. Será necesario que lo vea por sí mismo, y
cuando lo haya hecho, guarde silencio porque si abre la boca, lo arruinará
todo. ¿Acepta?
–¿Quién
es usted? ¿Cómo sabe qué hacen los Cread…?
–…
–¿Hola?
¡Responda, pedazo de…! ¡Claro que acepto!
Ya no
hay rastros de la llamada, salvo un ridículo circulito con dos minúsculos
puntitos dentro y una delicada línea curva debajo en la pantallita.
Isósceles
sacude su intercomunicador en un inútil intento de deshacerse de la bobalicona
cara que le sonríe. Lo que faltaba, llamadas indiscretas… y como si no fuera
suficiente, Octógonus lo está esperando en la reunión. Ese desgraciado... bueno, por lo menos en eso muchos están de
acuerdo con él, aunque por alguna misteriosa razón, todos parecen tolerarlo,
guardando un conveniente silencio.
Isósceles
sale de su oficina. Sus antiguos ángulos ahora se retuercen de la ansiedad. Ya
está viejo, y tiene miles de años por delante todavía. Quizá hasta cuándo, piensa resignado. Afuera, su nave lo
espera en la oscuridad del andén donde siempre está aparcada. Con uno de sus
arrugados dedos toca la compuerta, que se abre con un levísimo siseo. Isósceles
mira a su alrededor. Excepto otra nave estacionada un poco más allá, el sombrío
andén está vacío. La nave es de otro miembro del Consejo, Piométrico Escalénux,
otro viejo triángulo y uno de sus más discretos y fieles colegas del Consejo.
A punto de subir Isósceles a la suya, se abre otra puerta del
edificio, y a través de ella aparece corriendo con sus acostumbrados pasitos
cortos, el siempre presuroso Escalénux. Tras un rápido gesto de saludo con su
ángulo más pequeño, Escalénux sube a su nave de un salto, y un segundo después,
despega. La reunión del Consejo será pronto, y no hay tiempo para conversar.
Bueno, en Numeria casi nunca lo hay.
Isósceles
sube a su nave y mira por el retrovisor, pero no para cerciorarse si alguien se
le cruza en el camino, sino por una extraña e incómoda costumbre que ha venido
practicando desde que Octógonus subió al poder. De pronto nota algo en el asiento
de atrás.
–¡Santos
Cálculos! ¿Qué hace esa planilla aquí?
Es una
planilla antigua, frágil, de las que usaba cuando recién era un aprendiz
enviado por su dios, el Gran Tales de Mileto, más de dos mil años atrás. Qué
tiempos aquellos, cuando todo era más tranquilo, todos se ayudaban alegremente…
¡Horror, no, no!, reacciona en el acto, y con los ángulos crispados y haciendo
un gesto como quien espanta una mosca, se llama inmediatamente al orden.
–Uno
de mi categoría no puede andarse con nostalgias y debilidades –se reprocha en
voz baja.
Sí, maestro
Isósceles, tiene razón. Los numerios no sienten nostalgia. Tampoco sienten
miedo, pero no porque sean valientes, sino porque nunca han sido amenazados. Un
trabajador al servicio de las Sagradas Matemáticas debe mantenerse lejos de
esas incómodas sensaciones propias de la Fantasía, ese infernal reino de
ignominia, caos y destrucción.
Decidido
a averiguar quién puede haber dejado aquella imprescindible herramienta de
trabajo en su nave, Isósceles toma la planilla con cuidado. ¿Será alguna
operación de relevancia, o un nuevo descubrimiento? Sería desastroso que
alguien dejara tirado por ahí un documento de semejante importancia. Los dioses
deben ser servidos como se merecen y sus operaciones custodiadas como
corresponde, porque para eso están los numerios y su gigantesco mundo,
para preservar la divina sabiduría por siempre. Ya me encargaré de castigar al
responsable con Cálculos Forzados por haberla dejado allí, reniega, y enojado,
enciende la planilla.
Isósceles
salta hacia atrás de la sorpresa. De la planilla emergen feroces resplandores
capaces de inquietar hasta al numerio más indiferente. Son violentas explosiones
que volatilizan a indefensos seres en fracciones de segundo, sin tiempo de protegerse
del fuego que los abrasa. Isósceles no sabe lo que es el fuego, o el frío, o el
calor. Él sólo ve la desesperación de aquellos extraños habitantes de un mundo
ajeno al suyo, que termina por desaparecer en una ola infernal que lo quema
todo a su paso.
Unos
segundos después, la planilla se apaga y en el andén todo queda en la oscuridad
otra vez.
El
viejo triángulo está espantado. Tras un angustiante momento de silencio, su
pequeño intercomunicador zumba de nuevo. Temblando, Isósceles contesta y a
través de la estática, oye una conocida voz:
–¿Y, Maestro? ¿Comprende ahora de qué se trata? Es
el Poder Divino, y Numeria lo ha hecho posible. Si no hacemos algo para detener
esto, será nuestro fin.
–¿¿Puede
decirme de qué me está hablando??
–Poder, Maestro Isósceles. Los Creadores luchan
entre sí para alcanzarlo. La Gloria y el Progreso ya no son suficientes. Quieren
más. Lo acaba de ver.
–No
comprendo. ¿De dónde sabe todo eso? ¿Por qué los dioses harían una cosa así?
–No lo sabemos, pero si insisten en ello, será el
fin de todos. Medite sobre esto. Ya lo contactaremos de nuevo.
–¿Quién
es usted? ¿Hola? ¡Hable! –chilla Isósceles.
Pero
del intercomunicador ya no sale respuesta alguna, ni la habrá aún… porque la
idea es dejar al Maestro Isósceles, ese viejo triángulo íntegro, cabal, y que
no soporta que le anden con dobleces, con la interrogante más grande que un
numerio de su categoría haya tenido jamás.